jueves, 25 de febrero de 2010

De por qué soy quien soy (parte II)

Para mis ojos de niña fantasiosa mi tía Isabel además de tener pecas en la nariz, se me antojaba más flaca que la muerte misma. Y es que en mi casa adoptiva, el proceso de educación en salud iba relacionado al tema de la gordura. Si eras flaco estabas enfermo. Así que la muerte debería tener el aspecto de mi tía Isabel: alta, elegante y más delgada que las anoréxicas modelitos que años más tardes atraparían mis ojos desde los catálogos de ropa interior americana.

En realidad a mis cuatro años mi contacto con la muerte se reducía al cuento de que mi abuelita Victoria (de la cual heredé el nombre) había dejado este mundo sin el privilegio de conocerme. Pero por alguna extraña razón el día que conocí a mi tía en aquella primera incursión por la gran ciudad capital relacioné sus dedos flacos, sus hombros puntiagudos y sus rodillas salientes con la mujer de la guadaña. La muerte ya se me hacía cosa mala.

Cuando salimos del edificio de Joaquín Requena y otra vez subimos a los dinosaurios metálicos con cuernos eléctricos supe que mi tía y yo teníamos algunos puntos de unión más allá del rechazo que me había producido su estúpida insistencia en que debía hacerle honor al nombre que había heredado y a la sangre materna que corría por mis venas cual reina de las europas.

Tres puntos de admiración quedaron en mi primer contacto con Isabel: el gusto por los gatos, la vida de mujer sin matrimonio y el ser habitante de la gran ciudad. Los dos últimos puntos a raíz de mi adelantada concepción le habían sido vedados a mi mamá biológica. Ya sabemos que en nuestro pueblo el orgullo por la virgen que parió sin haber pasado antes por el registro civil se reduce a un párrafo de una novela religiosa o a un dogma de fe. Lejos está de ser un acto socialmente aplaudido o digno de una condecoración familiar.

Sin embargo nací en el tiempo justo y en el vientre indicado. Y aunque mi mamá, (obligada a casarse con el heredero del bandido moro es decir, mi padre biológico) no pudo hacer el papel de mamá fuí creciendo con el mismo nombre de mi abuela y de mi bisabuela en medio de otra familia que sin tener mi sangre ni mis genes cuidó de mí a partir de mis primeros seis meses de vida.

A mis siete años, por culpa de que mi madre adoptiva murió, fui envuelta en una disputa legal entre mi padre de crianza y mis padres biológicos. La pesadilla duró tres años y terminó en adopción. Esto significó un cambio en mi partida de nacimiento, por lo cual además de quitarme edad (existe una diferencia de diez años entre mi adopción y mi nacimiento) también modificó mi nombre y mi apellido.

Durante ocho años no volví a saber nada sobre la existencia de Isabel hasta que un día, mientras jugaba en casa de mi familia adoptiva, alguien llamó a la puerta. Por suerte o por desgracia, fui la encargada de acudir al llamado. Mi carita de alegría y el abrazo que empezaba a extender hacia la figura de mi tía quedó prematuramente congelado:

-¡No me toques! ¡No te acerques!
Vengo a decirte que ya no eres mi sobrina. Moriste el día en que te cambiaste el nombre.

Era bien cierto mi fantasía no fallaba. Mi tía tenía la delgadez de la muerte. Y la muerte era cosa mala.

La niña no tenía suficiente disparos en su pequeño corazón, había que asegurarse que realmente estaba muerta. Y para eso nadie mejor que el mensaje de la mujer flaca.
No bastaba la muerte reciente de su madre adoptiva, ni el proceso acelerado de adopción. No bastaba el juicio para pelear los actos convenientes en su educación, su tutoría, las visitas a la corte, la perdida de patria potestad, el cambio de nombre, de apellido; no bastaba convertirla en un objeto por el cual pelear el orgullo familiar.

La niña debía ser fuerte. Aguantar las lágrimas porque las niñas raras como ella al igual que los varones no podían darse el lujo de llorar en público. Y no sería la soberbia de la sangre o el orgullo herido de un apellido desplazado ni el disparo certero de una palabra que empañaran sus ojitos tristes. La niña no podía llorar pero sí podía creer en la fuerza de sus pensamientos. A esos nadie podía verlos. Los pensamientos no eran visibles como las lágrimas y podían ser mucho más poderosos que las palabras:


- Isabel, morirás con mi nombre en la boca.


(ésta historia aún no terminó...)

martes, 23 de febrero de 2010

De por qué soy quien soy.

A mi familia biológica siempre le tiró la sangre real. Por eso heredé el nombre de mi bisabuela y de mi abuela Victoria. Mi madre se jactaba que mi tía solterona llamada Isabel, había tenido una grandiosa historia de amor con un príncipe de Bélgica llamado Federico, mientras que mi padre, hacía alardes de la herencia mora aventurera. La cuestión es que soy producto de leyendas e invenciones.




Aquel viaje a Montevideo era el primero de mi historia. Si la memoria no me falla, andaba yo por los cuatro años y recuerdo haberme impresionado con unos dinosaurios con cuernos largos colgados a unos cables que se me antojaban eran telarañas urbanas. A ellos mi mamá dijo, se le llamaban “troles buses”.

Sentí una infinita atracción por aquellas viejas carcachas y el gris del asfalto surcado por herrumbre de varias vías. El primer encuentro con la gran ciudad fue premonitorio. Quedaba instalado el esbozo de lo que sería la pintura de mi vida, el escozor que me produce vivir en un pueblo chico y la atracción desmedida hacia las grandes urbes.

Conocí a mi tía en un apartamentito pequeño de la Joaquín Requena, entre las residencias de Bulevar Artigas en Pocitos. Mi tía vivía con un gato muy bien cuidado y parecía ser la clásica versión de la reina sin rey ni trono. Aunque mamá insistiera que la tía tenía sangre real en sus venas y había recibido fotos del castillo de su novio Federico en Bélgica, a mí se me cruzaba la vaga idea de que en realidad era una pobre mujer sola que apenas vivía de una pensión del gobierno y muchas fantasías en su cabeza. Lo más cercano a un novio que yo veía era el felino muy bien peinado. Pero a mamá, nada se le discutía y menos se le ganaba discusión alguna. Para eso llevaba aunténtica sangre gallega.

Isabel desayunaba en la cama con el angora blanco a sus pies mientras contaba historias de abolengo familiar.

- Victoria querida, el nombre de tu bisabuela debe llevarse en alto. Ella era una mujer fuerte, blanca, hermosa que heredó el buen gusto de nuestros ancestros europeos. Y tu debes llevar su nombre a la altura de una reina. Porque nuestra familia proviene de la realeza española.

Mientras mi tía seguía el discurso de responsabilidad real que me asignaron por haberme enchufado el nombre de la vieja, yo miraba mis manitos color aceituna y me preguntaba como haría para volverme blanca como mi bisabuela. Cómo sería ser fuerte cada vez que el viejo de la bolsa se me apareciera en la ventana de la sala porque entercada, (lo heredé de mi mamá) resistía a dormir la siesta; cómo prolongaría el buen gusto familiar si yo, odiaba las faldas que supuestamente eran de tan buen gusto y a mí me incomodaban tanto. Y lo peor como le haría para adquirir las buenas costumbres femeninas cuando cada día me gustaba más molestar a las niñas y jugar con los varones.

En aquel momento, quise llamarme Pochola, Anastasia, Ermenegilda pero jamás Victoria. No estaba dispuesta a tomar té a la cinco, usar falditas de colores, ni dejar de jugar al sol para no oscurecer aún más mi piel. Ni a seguir padeciendo el delirium tremen que el té provocaba en la cabeza trastornada de mi tía solterona.

Olvidaba mi tía que en el proceso anterior a mi nombramiento, el óvulo de mi madre fue fecundado por un espermatozoide muy simpático llamado Pepe. Del cual heredé su color de piel y su pelo negro. En la herencia de Pepe en lugar de sangre azul corría sangre de mezcla árabe. Una sangre de bandido moro que lejos estaba de llevar nombre con alcurnia real.

Pepe era hijo de Juan José, un jugador empedernido que apostó a su hija menor en una mesa de poker y perdió la partida. Además de tres mujeres que le dieron doce hijos y un tesoro escondido que nadie ha podido encontrar y que fue enterrado por mi tatarabuelo. El mismo, que a su vez era hijo de un bandido andaluz. El cual según la leyenda contada por mi tía abuela paterna María se apellidaba Bentancor de la Parra y se rajó de Europa escapando a la muerte que unos mafiosos árabes le juraron. En el camino mi tatarabuelo, se enamoró perdidamente de una mexicana de origen real, dejando así en su descendencia del Plata un gusto exacerbado por las descendientes de la familia blanca real en tierras chichimecas.

(historia sin terminar...)

lunes, 22 de febrero de 2010

Querida Cristina:

Ciudades.

“Me dijiste que no querías morir en Los Ángeles.
Tenías treinta años y la cabellera roja.
Yo entendí que no querías vivir en Los Ángeles.
No quiero morir en ninguna parte,
Te contesté.
De Los Ángeles al Infierno sólo hay una
Autopista demasiado rápida
Y tú la recorrías todos los días.”

(Cristina Peri Rossi)





Creo haber leído que entre los poetas y los brujos no hay diferencias.
Los poetas vaticinan el futuro como los chamanes curan heridas sin medicinas.
Cortazar y vos eran buenos amigos. Sseguro anduvieron junto en más de un aquelarre.
Y yo que sólo soy una aprendiz guardo tus palabras en la memoria.

Alguna vez, también me han dicho que soy magia. Pero salvando las distancias entre ustedes, la literatura y yo, al igual que ustedes, también me hundo en el abismo de las palabras. Que no peco de soberbia ni mucho menos. Tomo casi como Hemingway pero no escribo como el.




Tenías razón Cristina, entre L.A. y el infierno solo existe una autopista.


domingo, 21 de febrero de 2010

de la casualidad también se nace


Mis padres montaron una gran obra de teatro sin saber escribir: me concibieron. En el accidente o en lo inesperado fuí creada como una idea, como una gran obra de arte. Fueron deslumbrado por este guión que no pudieron corregir, porque ellos mismo, no habían sido preparados para el gran oficio de ser autores.
Y así, cargados con tanta belleza, con tanta palabra hecha niña en sus manos tuvieron que optar por el silencio y la distancia. No hubo de por medio explicaciones ni psicoanálisis. Ni siquiera libros de ayuda para entender cómo serían las consecuencias.

Luego me tomaron otros creyendo que mejorarían el desarrollo y el final de la historia. Pero a veces surgen imprevistos como la muerte. Esa mala mujer que entra sin pedir permiso y se lo roba todo. Y entre la muerte y la enfermedad de la tristeza, yo, - la gran obra- quedé por segunda vez abandonada.

Pasaron los años, todo tenía olor a dejarme. Los amigos, la carrera, el trabajo, la mujer y hasta el gato que se pierde en su independencia.
Pero hay un talento por vivir que se trae en la sangre. Y un deseo inmenso de ser una versión mejorada de aquella idea concebida y criada en la ignorancia.

lunes, 15 de febrero de 2010

Aquellos veranos de antes.



Era verano. A medianoche no se podía hacer otra cosa que caminar por la arena. Ahí, justo donde la espuma del mar lame la tierra. De lejos se escuchaban las melodías de un blues y el olor a marihuana se metía por los poros de nuestra piel bronceada. Todos estabamos borrachos. Borrachos de sal, de luna y de vino. Borrachos de estrellas. Esas que s´lo se encuentran en los cielos del sur.

Todos eramos amigos. Aunque nos hubiesemos visto por primera vez dos horas antes de ser amigos. La amistad era eso. Hacer auto stop en una ruta rumbo al oceáno, contarnos cosas y despedirnos. No sin antes aprender una nueva canción, encender una chalita o estimularnos con alcohol.

Las despedidas podían ser apresuradas o lentas pero siempre tenían una dirección donde escribirse cartas. O un regalito del momento, por ejemplo como aquel sueter verde que Paolo (estudiante de agronomía de Curitiba con delirios de viajar a Australia) me dejó en el andén de la estación de trenes 25 de agosto. O el beso en los labios de Marilia, (estudiante de cinematografía en Bélgica, nacida en Porto Alegre) que dijo esperarme en Florianópolis con un té de hongos y una canción de Janis. Siempre, en esos casos era verano y había playa. Tanto podía ser sobre el Oceáno Atlántico como en la del Río de la Plata. Pero siempre todo era inmensamente azul, blanco y amarillo.

Era un territorio nuestro, un territorio libre. Lleno de sueños y lejanas tierras que algún día, cuando tuviesemos dinero viajaríamos. A veces alguien tocaba la guitarra y siempre contabamos cuentos. Todo se pasaba de boca en boca, desde el porrito pasando por el mate hasta el cuello de alguna botella. Y entre medio los labios de alguna mujer, que ebria entre susurro decía "...no me gustan las mujeres pero con vos quiero probar..." .

Aquellos veranos eran eternos. Eran veranos de tres meses, de tienda de campaña agujereada y arroz con arvejas. Sin dinero para los bailes pero con fogones de música que las discos de moda no pasaban. Los blues de aquellos que jamás llegaríamos a ver cantar en vivo. Porque al lejano sur era dificil que un gringo famoso lo visitara o que un negro de L.A. supiera tanto del mapa. Y California era una utopía.

Aquella vez en qué caí en la trampa del diablo también era verano.
Dejamos el campamento con los demás dentro; Ro, su novia y yo habíamos ido a esperar los ovnis que bajarían en las barrancas del cementerio del indio. Según Ro los extraterrestres se habían comunicado con ella y nos esperarían allí a la madrugada. A esa altura ya habíamos olvidado el agrio sabor de los hongos.

Caminabamos sin más luz que una linterna a la cual en el justo momento en que empezamos a ver destellos en el cielo, se le terminaron las pilas. Ro, lejos de creer en la descarga de las baterías, juró que aquello era la señal de una nave madre que se acercaba hacia nosotras. En realidad una clásica tormenta de verano se acercaba a la orilla y yo me moría de frío. Por lo cual decidí sentarme en la arena, taparme con una manta y encender el último porrito que nos quedaba.

- Espero que tus amigos extraterrestres traigan calefación. Por si las dudas no la traen, yo me quedo aquí esperando bajo la frazadita. Ustedes sigan viaje.

En ese preciso momento un rayo en el cual ví el rostro del demonio iluminó el mar y la tierra:

- ¿Puedo quedarme con vos? esta historia de las naves me está aburriendo...

La novia de Ro se metió a mi costado y aduciendo que por debajo de la frazada aumentaba su temperatura corporal se quitó primero la falda y luego la camiseta. Y yo que nunca fuí muy católica y jamás creí en los mensajes del cielo, olvidé uno de los diez mandamientos: "no desearás a la mujer de tu prójimo".

Mientras Ro se metía al mar para comunicarse con sus amigos de otro planeta, su novia y yo caímos en una diabólica trampa. Un rayo iluminó mi mano derecha entre su entrepierna abierta y como un mensaje del más allá me enseñó que la vida en la tierra suele ser más divertida que en el espacio sideral.

viernes, 5 de febrero de 2010

infertilidad

Siento un nuevo dolor. El dolor de no ser leída.
En este caso es como sentir la negación de lo que soy. De mi única riqueza. Nada me quedaba. Ni casa, ni pareja, ni dinero, ni empleo, ni diploma, ni herencia, ni seguro social, ni documentos y casi creo, ni memoria.
El único bien no alcanza.
Es como sentirse infértil. Tener ovarios, útero y juventud ser incapáz de dar a luz.
Es como una pasa de uva, arrugadita, chiquita, oscura. Cierto es, que las pasas de uvas para muchas bocas son sabrosas. Pero cuando esperas, sueñas, deseas, que una sola de las bocas delire con tu creación y no puede siquiera tomarla con sus manos y sentir el perfume de la fruta ahí, te secas.
No sabía que era eso. Hoy lo sé.
Seguramente es tan solo una experiencia del camino.
Un aprendizaje más.
Pero hoy la inspiración ha capitulado.
Me he transformado en el poeta de las letras no leídas.
En el monarca sin trono y sin corona.
En la resequedad de una tierra inhóspita.

Mi pintura de vos.

Como si mis dedos fuesen pinceles y dibujara tu cuerpo sobre un lienzo. Como si de pronto nacieras desde mis manos y te proyectaras a través del tiempo, te pintaría como un mural renacentista. Como una Madonna coronada por joyas de plata y piedras preciosas.

Guardaría en ti el tesoro celestial que esconden los monasterios, la indomable beatitud de mujer sagrada; la lírica de algún himno angelical y la seducción inocente de tu sonrisa.

Serías por siempre niña-virgen, mujer-madre. La celestial imagen atemporal celadora de todos los cielos. Me guardarías del horror, de la miseria. Te convertirías en la promesa eterna de mi resurrección.
Serías de mí para ti.

De mis manos destellando color hasta la imagen felina de la hija que nunca diste a luz pero criaste. De mis manos hasta los racimos de uvas colgando a tu costado. De mis manos hasta el ropaje de tus ojos celeste y tu pelo iluminado. De mis manos hasta el borde delineado de tu rostro.

Y en mi plegarias te nombraría Madonna.


jueves, 4 de febrero de 2010

no ser

En algunos momentos desearía ser otra. Con otra cabeza y otro corazón. Un poco más ágil para escapar a la luz de las emociones, tener los reflejos precisos para envolverme sobre mí misma y ahuyentar los demonios que me autodevoran.

Saber huír antes de tiempo y esquivar los embates de eso que no se ve pero se siente. Dejar de pasar la noche en vela soñando lo que jamás sucederá. Olvidar el abecedario para no escribir más palabras que alejen lo que más se desea atraer. Terminar con esa curiosidad de sentir lo indebido.

Cerrar los ojos del alma, dejar de ver lo que en realidad no existe. Cerrar los oídos, desviarse de lo que el corazón siente. Seguir de largo, mudarse de ciudad, dejarlo todo, irse. Como los blancos claveles sobre el mar, como el reloj sumergido en una caja de zapatos, como el pasado enterrado en una veladora iluminando la oscuridad de la playa en invierno.

En algunos momentos quisiera ser otra con otros sentimientos u otro cuerpo.

martes, 2 de febrero de 2010

Tú ni te imaginas.

He perdido el encanto de adivinar lo que hay en vos. Ya no puedo saberte, te has replegado en tu caparazón de molusco. Te vas como adentrando en la mar de la distancia. Me alejas. Te alejas.
Ningun hilito de mí sostienes con tus manos blancas, con tus dedos largos. Tus dedos de pluma que escriben sobre la piel inventada de otros que no nunca serán tuyos. Me recargo en el recuerdo de algún viejo mensaje, en la letra que ya olvidaste por haberla escrito sin pensar. En el sentimiento que alguna vez sentiste frente a tu vieja costumbre de leer mis largas respuestas. En las historias que un día te conté de mí, en los sueños que no llegué a contarte.
Te vas. Me alejas. Y no me queda más remedio que escribirle a nadie lo que en realidad te escribo a tí.