sábado, 29 de mayo de 2010

Viajera.

Enamórate de mi ciudad, de sus tambores en domingo bajando por Isla de Flores hasta el Cementerio Central. Canta con mi gente su alegría, píntate la cara en una murga en carnaval, camina por la rambla y aprende a tomar mate amargo. Descubre la poesía de los adoquines que alguna vez pisé, maravíllate de la similitud con Barcelona o Madrid. Abre la puerta del Café Bacacay siéntate en la primer mesa contra la ventana a tu izquierda, deja que alguien recite Benedetti, pide una grappa con martini y dibuja tu nombre en el polvo de alguna ventana. Armate de valor y emprende el vuelo. Mójate los pies en el agüita del Plata, con tu mirada bordea el límite del mar sin olas, déjate alcanzar por la belleza del acento, aprende mis palabras y guardalas contigo.

Después regresa.
Te estaré esperando.

Y cuando vuelvas pon tus manos en mi pecho que la palma de tus manos devolverá  lo mío. 

martes, 25 de mayo de 2010

conexiones inexistentes

Era domingo y mientras el insomnio sobresaltaba la madrugada en el lecho de tu casa, una imagen de tu risa se dibujaba en la pared de un bar de mala muerte donde una pequeña pista de baile se convertía en mi  infierno personal.

Una alucinación de tu rostro dibujada en la pared con fondo azul, la imagen perfecta de tu guiñada tintineante. El certero poder de tu ojo clavado sobre mi frente. El sudor bajo mi ropa, el delirio de querer estar lejos de la música y de los cuerpos ajenos. El deseo de querer estar contigo en tu casa y con tus cosas más queridas.

Pero otra sonrisa en otro cuerpo se alzó ante mí. Un cuerpo joven pegado a mi cuerpo, un par de ojos negros metiendose en mis ojos marrones. Las caderas de una mujer que ha parido  hijos y que  intentan enseñarme a bailar salsa. 

  Su pelo rizado, su color de piel canela, su seductora caricia sobre mi cuello nada tenían que ver contigo. No eras ella, y cuando mis manos apretaron sus pechos dije tu nombre.
Y como por arte de magia tu sonrisa dibujada en la pared del bar desapareció.
Quizá fue en ese momento donde despertaste sobresaltada por un ruido que jamás existió.

sábado, 15 de mayo de 2010

Entre muros.

Tu muros, mis muros por momentos se derrumban. Son efímeros instantes en que una palabra dibujada o una guiñada sobresaliendo por sobre el escote de tu blusa se apoderan de mis fuerzas y derriban el más alto de mis cercos. Los tuyos se diluyen tras el silencio  como  granos de azúcar en medio de un oscuro espresso. Te acercas en mi lejanía. Cuando quieres y a tu modo. 
Te asemejas a un gato tras un ratón. A un bravío cazador estudiando de lejos y a escondida su presa. Agazapada y silenciosa. Estudias el momento justo y lanzas el zarpazo cuando menos lo espero.
Ahí estás guiñando un ojo, sonriendo  con la mirada mientras quita de tu pecho un pedacito intruso de ternura que se  ha colado en un: "te quiero como sos" que endulza el oído pero a la vez espanta. 
Derrumbas el muro mientras tomas una cuchara y bebes la sopa de mi plato. Y te miro como adorando el segundo en que pasa por tus labios el liquido oloroso de los hongos mezclado con las espinacas, se desliza por tu lengua y recorre por dentro el territorio que te forma. Quisiera ser cada  gotita de sopa que alimenta tu vida. Y pienso que seguramente cuando  niña odiabas la sopa. 
Me pregunto si en tu niñez seríamos amigas, me lo pregunto ahora en que me pides una y otra vez poder serlo. Y tengo miedo, miedo de tí que me haces escribir las palabras que no puedo decirte.
Atrapo cada segundo visual de tu imagen. Te veo allí con tu mano apoyada contra un árbol mientras conversamos de cerca, tan cerca que puedo meterme en tu aliento. Tan cerca que tus ojos se meten en mí como el aire entra en mis pulmones. Te pregunto si te ha gustado lo que he escrito. Me dices que ya lo has dicho y en realidad mi pregunta es mentirosa. En realidad quiero preguntarte si te ha gustado lo que te he escrito. Entonces me doy cuenta que tengo miedo. Miedo de tus respuestas, miedo de tus no, miedo de que te alejes cuando en realidad estás cada día más cerca. 








viernes, 7 de mayo de 2010

¡A la madre!



Yo tenía una madre, igual que vos. Sí. Así, como todo el mundo. Todos tenemos una madre cuando nacemos. Una de esas que te alberga nueve meses en su vientre. Solamente que vos no la conociste. Bueno, confieso, tampoco yo la conocí mucho. Pero era mi madre.

Dicen que mi madre me amaba tanto que decidió desprenderme de ella y dejarme en otra casa que no era su casa ni la mía, pero la cual me daría lo que ella no podía darme. Bueno, unos dicen.
Porque otros dicen que era tan poco lo que me quería mi madre, que prefirió alejarme de ella. Dicen que ella era peor que una gata, porque ni las gatas dejan a sus hijos cuando los tienen.

Pero digan lo que digan, lo cierto es que yo tenía una madre; así, igual que vos. Solamente que mi madre nunca me bañó ni me dió de comer. Tampoco me cuidó cuando tuve el sarampión y las paperas. No sé por qué faltó a mi cita con el doctor y nunca fué a recogerme a la escuela. Pero yo la esperaba. La esperaba todas las noches cuando el ómnibus que venía de la capital paraba en la esquina de la casa dónde me criaban.
 
Criaban es una palabra dura. Pero me acostumbré a ella.
Me decían "la criadita de Don García". Y bueno, no era que yo fuese sirvienta, pero tu madre, me lo gritó en la cara cuando te tiré una piedra con mi honda de matar pájaros. Mirá, Rosario, tu vieja era una hija de puta, por más que fuese artista pintora. Y si yo te tiré la pierdra fue porque vos me tenías repodrida gritándome "marimacha"...¿marimacha yo?...si tenía el pelo largo y bien cuidado. A vos te reventaba que yo no quisiera jugar a las muñecas. Y es que Rosario ¿no te desayunabas de que yo no tenía instinto maternal y odiaba a las muñecas?