martes, 22 de junio de 2010

La reina de la hipérbole. (Parte 1)

(Dedicado a Pilar. Cuyas letras se han convertido en fuente de inspiración)


En mi casa paterna los sábados se escuchaba fútbol.
Desde una radio antigua cuya caja de madera tenía el olor de las cosas viejas con las iniciales G.E.  grabadas en dorado y conexión eléctrica los comentaristas deportivo relataban con esa clásica pasión que denuncia llevar sangre italiana o española en las venas los movimientos desde una cancha donde 22 hombres, tras una pelota de cuero bastante más primitiva que una jubalini exaltaban la presión arterial de mi familia.

Yo no era ajena al griterio, a las discusiones, a las risas y a los llantos que desbordaban el patio de baldosas con aljibe en el medio. Tampoco era ajena a la pregunta: "Y vos...chiquita...¿de qué cuadro sos hincha?" Y entonces yo temiendo a un domingo sin matinee o a la diminusión de chocolatines Águila respondía de acuerdo a la camiseta de cada quien. 

La respuesta era fácil: Peñarol o Nacional.

En la casa nadie leía libros. Pero las revistas de Peñarol Fútbol Club rondaban el comedor, el baño, la cocina, el corredor, el cuarto de mis viejos. Imágenes de Pablo Forlán o de Morena eran tan familiares como el retrato de mi bisabuelo moro que escapó desde Andalucía como polizón en un barco hacia el Río de la Plata .

Por otro lado los figurines con la camiseta blanca de corazón azul y rojo llegaban cada mes hasta el zaguán: "Nacional Fútbol Club es el cuadro nacional chiquita...Peñarol lo fundaron los malditos ingleses.Vos tenés que ser "bolso" como el tío Luis no me vengás con pelotudeces de andar hinchando por los "manyas"

Los domingos a la tarde eran de fiesta. Era el día de seguir a los equipos locales, los del pueblo.

Se permutaba la reunión familiar alrededor del viejo armatoste de radio con lámparas por la ida a la cancha de turno. Los colores de las camisetas cambiaban, los equipos también. Negro y blanco: Río Negro. Rojo y blanco: River Fútbol Club. Verde y blanco: Universal y así desfilabamos entre las canchas de Tito Borjas y la de Central,  la del Barrio Colón y la del Barrio Industrial.

Los terrenos de juego eran pequeños y se parecían más a un potrero donde comían los caballos que a una de esas fantásticas canchas de soccer que suelo ver ahora en el primer mundo. Las más adineradadas estaban cercadas por muro de cemento o ladrillos y tenían una puerta central con boletería y todo. Las más pobres algún alambrado de púa y bancos de madera.

Yo tenía la suerte que la mayoría de los domingos me dejaban en la puerta del cine. La matineés era mi devoción. El santuario donde expiar mi culpa por no ser fiel seguidora ni de Peñarol ni de Nacional ni querer llevar puesta ninguna camiseta.

Desde la una de la tarde hasta las ocho de la noche mi mamá me despositaba allí junto con una bolsa de galletitas Marías, maníes con chocolate y un par de coca colas en botella de vidrio.

Entonces yo era feliz. Muy feliz.

Juro por todos los santos a mi el fútbol no me gustaba en lo más mínimo. Me parecía una estúpidez eso de andar corriendo tras una pelota gastando la energía que mejor podía utilizarse en ver películas o leer libros.

Tanto en las películas como en los libros yo viajaba. ¿Pero en el fútbol?

Escuchar voces masculinas ronca desde una radio de madera vieja desbocando a mi familia en más de una reyerta por 22 tipos que vestían diferente camiseta tras una pelota de cuero me parecía un poco absurdo y sin sentido. Claro que en ese entonces no tenía voz ni voto. Así que para seguir disfrutando de mi matineé seguía cambiando de equipo en mi aficción futbolera cada vez que se jugaba un clásico en la capital. La cuestión era seguir la corriente de mis mayores para lograr mi cometido: ir al cine el domingo y comer chocolate cuantas veces se me antojara.

El problema era cuando algún miembro de la familia jugaba en el equipo de turno. Ahí mis domingos se veían desviados hacia la cancha. Nada podía salvarme. Y no sé si por resignación o si por costumbre pero convertirme en parte de la hinchada familiar que solamente se unía cuando el tío Buby o el tío Lalo eran parte de los estúpidos que corrían tras la pelota de cuero cocida a mano, me gustaba.

Me hacía sentir parte de algo grande. Me devolvía el placer de tener un clan, un grupo, un miembro de sangre o de apellido que luchaba por un color, una camiseta o un nombre que al final nos representaba. Porque después de todo el que jugaba era de la familia o vecino del barrio. Eramos alguien. Eramos reconocido fuera al perder o al ganar. Los demás hablaban de nosotros. Y nosotros dábamos todo por lo nuestro, fuese desde el campo de juego o desde la tribuna.

Enfrente, en el lado contiguo de la cancha, la familia de mis amigos eran parte de la otra hinchada. La hinchada del rival, del enemigo. Eran los del otro bando. Los que jugaban en contra nuestra . Y  ahí el apellido o el barrio valía más que cualquier película de María Félix o de Pedro Infante en la matineé. Nosotros eramos unos y ellos eran los otros. Nosotros eramos nuestros y ellos eran ajenos.

El ritual de esos momentos comenzaba desde el día jueves cuando mi mamá y mi hermana mayor lavaban a mano las once camisetas del equipo. Nuestro equipo se llamaba "Tornado". Nunca supe por qué mi tío Luis que era el Director Técnico del cuadro eligió ese nombre.

Sólo conocí un tornado en el año 1970 cuando Fray Marcos un pueblito en medio de la nada fue arrazado por uno de ellos. Nunca ví uno. Nunca escuché que nuestro pueblo tuviera anuncio de uno pero si supe que mi familia trabajó arduo y jugó muchos partidos a beneficios de los niños sin casa, sin ropa, sin comida de ese pueblito al cual nunca llegué a conocer más que en las conversaciones de los grandes y los libros de geografía.

Luego de que las camisetas (recuerdo eran de color amarillo y tenían bordada una T en grande en el lado izquierdo a la altura del pecho) estaban limpias, mi hermana las repartía a los jugadores. Todos miembros y amigos de la familia, todos del mismo barrio. También las rodilleras y los guantes para el golero.

Este era un ritual en el cual solía ser la acompañante o guardián de mi hermana. Mi hermana tenía 20 años y por su rigurosa educación en una colegio de monjas me atrevería a decir que aún era virgen. Pero andaba haciendo su amateur de noviazgo con un integrante de "Tornado". El número 10.
Todas querían con el número 10. Pero el le hacía la corte a mi hermana.

Mi hermana para poder acceder y enamorar el número 10 se convirtió en la lavandera y planchadora oficial del equipo. Como nota debo agregar que la muy tonta terminó cansándose con el galán que nunca llegó a jugar en un equipo profesional de la capital como le había prometido al enamorarla.

Tuvo tres hijos varones y se convirtió en la lavandera, planchadora, cocinera, limpiadora y esclava de otro equipo pero éste no de jugadores sino de una hinchada familiar que ya no se reunía alrededor de una radio de madera con olor a viejo sino de un televisor a color cuyo control remoto denotaba el advenimiento de la modernidad al barrio.

(Esta historia continúa)

2 comentarios:

Anonima Veneciana dijo...

Vico. Imagino tu felicidad al pensar que Uruguay está clasificado en los cuartos de final del Mundial de Futbol. Hoy también se clasificó Argentina. Son estos momentos mágicos donde no hay equipos sino una sola bandera, y eso está bueno............
Cariños
Vene

vico dijo...

Gracias Vene. En verdad sí estoy contenta con el desempeño de todos los equipos latinoaméricanos.
Veremos hasta donde llegamos.

Saludos,