viernes, 6 de julio de 2012

A un paso.






Más que las puertas siempre me han fascinado las ventanas. Quizá porque crecí en una casa donde la oscuridad y la humedad de las paredes descascaradas, frías, viejas  no me permitían otra cosa que mirar hacia dentro. Mi cuarto no tenía ventanas. Apenas una pequeña rendija en lo alto del techo desde donde podía  observar el cuerpo de los gatos que solidariamente se acercaban hasta ella. Esos gatos ajenos convertidos  en mi única compañía nocturna.

Ahora vivo en un pequeño apartamento, caro, con dos hermosos ojos hacia una de las avenidas principales de la ciudad más codiciada del oeste "americano". A través de ellas veo el cielo, las luces de la gran ciudad de los sueños, el edificio donde mataron a uno de los Kennedy, carteles en coreanos y en inglés, aviones que cruzan, pájaros que vuelan, luciérnagas de la noche urbana sin gatos que me hagan sentir acompañada.

Estas ventanas majestuosas y elegantes de un edificio que alguna vez tuvo glamour y fue habitado por las estrellas más famosas del cine mudo en Hollywood, hoy son mi única alegría. Ellas saben que no miento. Que no hay rostro con sonrisa, ni amigos a doquier, ni familia armónica, ni amantes furtivas, ni amores platónicos, ni gato blanco con ojos azules.

Sólo una inmensa soledad que día a día carcome los huesos como el reuma más atroz de cualquier cuerpo anciano, viejo, cansado. No hay promesas de esperanza, ni credo, ni fe. Todo podría terminar con un mero salto al vacío. Con una fuerza egoísta que me impulsara a dar el paso, el único que acabaría con el infierno del cual solo las ventanas podrían salvarme.

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