domingo, 10 de enero de 2010

Días raros.

A veces los días son raros. Uno se levanta lleno de energía dispuesto a cambiar su vida, monta su bicicleta, se va a un parque, sube y baja montañitas de arena, corre patos, juega con el agua de un lago, se llena de sol, cierra los ojos tirado sobre el pasto, estira las piernas sobre barrotes de acero mirando de reojo esos asiáticos que tienen la vida más sana que uno. Cuenta cisnes, gansos, pájaros. Se detiene a escuchar el sonido de una piedra lanzada hacia el centro del estanque, se pierde en los círculos concéntricos del azul verdoso, se va dando luz así mismo mientras el cielo con sus blancos rostros imaginarios caen sobre la cara de uno. Entonces la vida se le va pasando en la cabeza como una cinta de 8 milímetros proyectada en la blanca pared de un cine improvisado. Pasa la vida de uno como un relámpago enceguesedor o una visión inacabada de la realidad. Todo parece ficción. Uno está tan lejos y recuerda otros ríos; otros ríos como mar, cañadas, arroyos. Digo yo, le llamo yo "las huellas del agua". Porque vengo de un país de ríos, un país donde el mar no tiene olas. Un país celeste casi azul.

A veces los días son raros y cambian. La pacífica mañana se convierte en una tarde dolorosa circunscrita a un par de frases que quizá esconden el verdadero significado de las cosas. Una punzante y aguda voz del alma gritando aire. Un miedo atroz a lo desconocido. La terquedad de un ego mal herido que busca acorralar y obligar a sentir lo que no se siente. Entonces sobrevuela el silencio como si fuese el único idioma posible. Te callas. Te guardas. Te escondes. No por cobarde sino porque a veces, cuando la batalla de antemano se sabe perdida, es mejor retirar el arsenal del campo de fuego. Guardarse las palabras también es valentía.

Entonces la tarde con olor a cabeza cabizbaja, paso lento, manos en los bolsillos buscando comer lo que el estómago ya no pide, se convierte en noche. El azul celeste ya no tiene blancos rostros imaginarios se ha pintado de negro oscuro, de alcohol comprado en la tienda del coreano que siempre pregunta si llevaras del mismo ron o del mismo wisky. La bolsa negra de plástico te señala, te etiqueta, te designa no te nombra. Te metes en tu cueva, en tu caparazón, te sirves un trago en el vaso más alto de toda la alacena. Abres tu isla electrónica y te lanzas a buscar decir lo que de otro modo no puedes. Los sorbos se transforman en letras, las letras se dibujan como lágrimas y el silencio se termina. Como se termina el día que a veces es raro, tan raro.

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