sábado, 16 de enero de 2010

Cicatrices en el cuerpo.


Voy a contarles de mis cicatrices, las del cuerpo. Las del alma son un poco más dolorosas de contar. Y no creo estar en condiciones por el momento de hacer esta clase de recuento.
En realidad, no me gusta llevar cicatrices. Las condecoraciones de guerra jamás me han atraído. Pero como todo mortal, muy a mi persar, cargo con algunas.


Trataré de ser lo más sincera posible:

1. En mi brazo izquierdo tengo los resto de mi herida más antigua: una vacuna. Una especie de marca que asegura la inmunidad. El signo de que pertenezco al grupo de los salvados. Recuerdo mi llanto, la puerta de la sala en el Centro de Salud, la jeringa, la sonrisa de mamá, el gorro de la enfermera, y un cuadro. Un cuadro con una enfermera de gorro blanco con una cruz roja en el frente y su dedo índice sobre su boca marcando silencio.

2. En la mano izquierda, en mi dedo índice, por debajo de la falange llevo la insignia de mi temprana desobediencia. Tenía cinco años, era invierno. Mamá se encontraba convaleciente luego de un segundo ataque al corazón. Dormía medicada en su dormitorio. A mi se me ocurrió comer naranja. La casa estaba llena de vecinos, y mi hermana adoptiva fumaba en la sala. En la cocina sobre una mesa pequeña tomé el cuchillo de plata, el más filoso, el que mamá nunca me dejaba usar. Recordé la posición en que ella me había enseñado a cortar una naranja: "no pongas jamás el dedo así..porque puedes cortarlo. Mira, así tiene que usar tu mano y luego cortas por este lado la fruta..." Pensé que podía hacerlo a mi manera que podía tener mi propio estilo y no seguir el camino de mamá.

La naranja rodó por el piso y mi dedo quedó cubierto de rojo. Corrí gritando por mamá, la sangre salía a borbotones. Mi hermana adoptiva corría tras de mí, las vecinas intentaban evitar que entrara a la recamara de mis padres. Pero más hábil que todas ellas, logré mi cometido: refugiarme en los brazos de mamá. Envolvieron mi dedo en varias toallas y aún así podía ver como el blanco se volvía rojo. Después el hospital, una enfermera volteando mi cara para que no viera como una aguja y un hilo marcaban la cicatriz que aún hoy en los días de humedad si la toco me duele.

3. En medio de mi rodilla derecha llevo el recuerdo de mi primer bicicleta llamada "Graciella". Era mi tercera vez sobre ella, sola. Sin rueditas a los costados y sin papá que empujara el asiento. Tenía siete años cuando rodé por la acera y me romí la rodilla derecha. Mamá ya no estaba conmigo. La herida costó cerrar, no dejaba de tocarla, rascarla, quitarle el cascarón. Hasta que un día jugando con un casillero de madera donde guardan las botellas de refresco, la punta de un metal se clavó en la misma herida de mi rodilla. El dolor fue intenso, tan intenso que aún lo recuerdo. Permanecí llorando tirada en el patio por horas. Estaba sola en casa.

Cuando mi padre llegó sólo dijo: "esto te pasa por andar de machona" y se dió la vuelta. No sé cómo se curó esa herida, pero hasta el día de hoy es la que más duele y la cicatriz más grande que tengo.

4. En mi antebrazo derecho, llevo una marca de cigarro. La misma fue provocada en un antro gay de la calle Fernández Crespo casi el Palacio Lesgislativo, en Montevideo. El lugar totalmente atestado de mujeres bailando cumbia, yo tratando de llegar hasta la barra del bar. Y una gorda con el cigarrillo encendido en su mano derecha dejó la marca de la estupidez en mi piel. Creo que mis maldiciones de entonces todavía dan vueltas como fantasmas.

La gorda intentó solucionar el asunto invitando con una cerveza. Solo ligó una doble puteada.

Doy gracias de tener hasta ahora pocas cicatrices en mi cuerpo y de que las mismas se produjeran en la infancia. Las del alma también.


2 comentarios:

Leo dijo...

un dia me gustaria conocerte y comer un asado

Vico dijo...

Leo, claro! sea en Toronto sea en L.A. o donde nos depare la geografía.