viernes, 13 de noviembre de 2009

Relato de un viaje al Sur.

Era una fría tarde en el verano del Sur, allá, donde el mundo parece perderse en la nada. En mi viaje a Chile nada estaba planeado; más que seguir la ruta que dijese mi corazón y el mapa gratis que recogí en la oficina de Turismo en Santiago. La gente también era un buen termómetro para saber el camino a seguir. De ese modo llegué hasta Chiloé.

Estando en Castro, la capital chilota, me encontré con cinco chicos bohemios que
llevaban un gran cajón de tomate a Punta Arenas. Ellos creían que era un cofre con oro, y para mí era un cargamento pesado e innecesario para un viaje de mochilas.

Me explicaron que allá, donde solo existe el hielo, la gente pagaba mucho dinero por
la verdura fresca. Pensé que eran bastante tontos al creer que esos tomates llegarían vivos desde Chiloe hasta Punta Arenas viajando en auto stop y tomando un barquito que salía cada 15 días desde la isla hasta el continente. Pero se me hicieron simpáticos y confiables. Así que seguí viaje con ellos rumbo al Pacífico.

En el trayecto en un hostal de mala muerte donde dormían hippies y artesanos drogadictos, me hablaron de Cucao y de la Laguna de los Huiliches. No sé si fue el atolondramiento de la marihuana o las alucinaciones de hongos pero las leyendas escuchadas esa noche me llevaron a serguir rumbo a la coste occidental de Chiloé.

Luego de pasar por Chonchi en cuatro días llegué a Cucao. El paisaje que se abrió ante mis ojos me llevó al silencio total, era como estar en un lugar sagrado. Absolutamente místico. El más mínimo ruido podría considerarse una falta de respeto a la creación. El azul era azul y el verde era verde. Parecía que nada del hombre había roto la intensidad de los colores naturales.

Llegué a la desembocadura de la laguna y recorrí el borde hasta bajar al pueblo. Era un pueblito pequeño. La Iglesia de madera parecía coronar un reino diferente al de Roma. Una cruz hecha por dos troncos de pino detrás de una mesa que cumplía la función de altar carecía de imágenes, de oro, de mármol y de plata. Creo que allí tuve mi mejor conversación con Dios.

Al salir de la Iglesia encontré una niña limpiandose los mocos como en una postal de UNICEF, le pregunté de alguna familia que me diera hospedaje. Ella misma me llevó hasta su casa, vivía allí con ocho hermanos y su mamá. El papá trabajaba en otro pueblo en la pesca del salmón y venía de vez en cuando. Supongo que hacer más hijos.

La casa era pobre, ni siquiera tenían baño. Había que bañarse dentro de un cobertizo de madera con una regadera donde uno le iba echando el agua. Las gallinas y los cerdos eran parte del auditorio que observaba mi sufrimiento al tener que usar el excusado. No era muy cómodo bajarse los calzones con el viento helado colandose por las rendijas de la pared que no era pared sino un montón de tablas apiladas.

Al llegar la tardecita, me fui en búsqueda de un almacén donde poder comprar frutas. Me detuve frente a la laguna, el sol era una bola de fuego que iba apagándose con el agua helada del Pacífico. Pero ante esa imagen, vi otra imagen: una mujer de pelo largo, rubio, una mujer alta, flaca, blanca, con cara pensativa observaba sentada en la orilla la puesta de sol. Casi sin moverme llegué hasta su lado y me senté a mirar lo mismo que ella miraba. No hablamos sino hasta que el sol se ocultó. Entonces me dio su mano.

Apenas hablaba español y el inglés no era mi fuerte. Sin embargo fuimos juntas hasta el almacencito y pudimos comunicarnos muy bien. Se llamaba Erika, era de Holanda. Había renunciado a su trabajo de publicista en Ámsterdam, y se había dedicado a recorrer América del Sur por un año. Casualmente se estaba quedando en el mismo lugar donde yo pasaría la noche. Solo que ella al otro día partía rumbo a Puerto Montt y yo seguiría viaje rumbo a la Laguna de los Huilliches, 23 km más al oeste de Cucao.

Durante esa noche charlamos un rato mitad español, mitad inglés, mitad señas y diccionarios de por medio siempre.

Nos despedimos a la mañana sabiendo que ya no sabríamos más una de la otra.

Luego de un par de semanas de seguir viajando, llegué hasta Petrohue al pie del volcán Osorno. Caminaba por una ruta de tierra, árboles y pájaros cuando alguien en un español con acento extranjero gritó mi nombre.

Erika venía corriendo con su gran mochila en la espalda.
Nos dió mucha alegría vernos, y nos dimos un abrazo de esos de mil brazos.
Me invitó a quedarme en el hostal que ella estaba, pero la dueña no tenía más lugar, así que cenamos juntas con otros mochileros. Comimos uvas blanca y tomamos vino chileno.
Caminamos juntas hasta la casa donde me quedaría a domir y por un momento sentí que podríamos seguir viajando juntas.

Al otro día, nos encontramos para despedirnos, ella se iría rumbo a Bariloche y yo seguiría viaje hasta Pucón para subir el Villa Rica. Intercambiamos direcciones y teléfonos de nuestros respectivos países, y quedamos de encontrarnos en Panguipulli tres días más tarde. Durante mis dos días en Panguipulli, busqué a Erika. Dejé muchos mensajitos en los árboles, en las tiendas, en los teléfonos públicos.

No volvimos a vernos.

Al regresar a Montevideo, un mes más tarde recibí una tarjeta postal desde Ámsterdam.
Con un número de teléfono,
“este es el teléfono de la casa de mis padres, cambio mucho de dirección pero ellos siempre están allí...”

A veces quisiera volver a saber de aquella imagen que tuve en Cucao.
Quizá porque la magia y las coincidencias siempre son atractivas.


(post de mi antiguo Blog Victoria´s Home)

6 comentarios:

Ale dijo...

Ah que lindo relato...!
Gracias por compartirlo por esta casita...

Que será de la vida de Erika no?...

vico dijo...

Ale, a veces me lo pregunto. Me encantaría saber de su vida. Y si en algun momento habrá tenido algún recuerdo de mi.

Gracias por leer.

Daus dijo...

Hola......


yo podría decir que siempr eimagine alguna historia tuya cuando me comentaste que conocias el sur de chile.-
Mi mente imagino alguna historia, y veo que no me equivoque, lo que no sabia es que si yo me enteraria de esa historia.-

saludos vico.-

vico dijo...

Daus, bueno si nos referimos a historias del Sur de Chile, tengo varias. Fue un viaje que marcó mucho mi vida. Pero especificamente sobre historias de ¨minis y largas faldas¨pues ni tantas. Creo que ésta fue la más significativa.

Un abrazo, gracias por pasar.

maggi dijo...

que linda historia... tuve la oportunidad de conocer chiloe hace dos años y es un lugar magico, me falto mas tiempo para conocer algunos lugares, pero lo que vi me enamoró.... espero poder volver algun dia con mas tiempo y una mochila por que la verdad no hace falta mas que eso...
besosss

vico dijo...

maggi, Chiloe para mi es uno de esos lugares que por donde uno mira solo hay magia... vuelve tu que estás tan cerca...

espero poder volver

un abrazo!