jueves, 3 de diciembre de 2009

de alcoholes

El alcohol siempre ha estado a la medida de mi bolsillo y de mi status social.
Cuando era adolescente, en la tierra en que nací, mis amigos y yo juntábamos cada centésimo para comprar el llamado “vino suelto” o “vino lija”. Ese que en vez de uva, se conformaba de pura química sintética.

El efecto era terrible: las peores borracheras de mi vida. Borracheras en las que caía inconsciente sobre cualquier vereda del barrio. Las qué, no solo me perdían la memoria de toda una madrugada, sino que además, ejecutaban diabólicas sinfonías en mi estómago.

En mis últimas borracheras de adolescente pobre, me juré no volver a tomar vino lija. Debía ser lo suficientemente solvente como para echar menos basura a mi hígado y tener dignidad en mi embriaguez. He aquí que me volví empleada pública. Al menos no solo tendría jubilación, sino también un dinerito para comprar vinos de marca reconocida. Tampoco era cosa de beber de la Borgoña pero al menos incursionar en los Santa Rosa.

Allí comenzó mi viaje hacia la adultez: borracha de clase B con altas aspiraciones a obtener la clase A. De ese modo he conseguido catar vinos de latitudes que jamás pensé beber.

Y una cosa era beber sola otra diferente, beber acompañada. Y si la compañía era una hermosa mujer, el vino debía ser más fino. Recuerdo aún aquel vino verde de Portugal, bebido en una esquina elegante de la Ciudad Vieja, con la musa de mis poemas...
¡Tan diferente al vino tinto suelto de la bodega de don Ruiz, allá con mis amigos del pueblo donde nací!

California tiene lo suyo. Digamos que los vinos del valle californiano se comparan a los del valle chileno. Amén de que mi economía, por más que sigo siendo pobre, me permite comprar las marcas que desee de cualquier parte del mundo.
Sin embargo hoy he viajado atrás en el tiempo.

La escena ha sido la siguiente:
“quiero tomar vino...así que iré a Traders Joes a comprarme un Casillero del Diablo, llegaré a casa y haré ñoquis y miraré sola una peli mientras ceno...”
Todo quedó en el pensamiento porque al ver aparecer mi bus, preferí llegar al barrio y comprar un vino en el supermercado cercano a casa.
¡Que tonta ilusión la mía! Olvidé que mi nuevo barrio es de chicanos y mexicanos. Ellos no toman vino, así que encuentro todas las maracas de cervezas nacionales e importadas –obviamente todas las marcas mexicanas habidas y por haber- y yo, que no tengo ganas de cerveza sino de vino entro en frustración total.

Mientras hablo con la cajera preguntando por donde consigo vino, me dice que al cruzar la calle se encuentra una licorería. Salvada por la mano de la diosa, me digo “obviamente allí tendrán varias marcas de vino y además wisky, tequila y otros néctar divinos”. Inocente de mí, sigo encontrando marcas de cervezas. Y escondido en un rincón una botellita solitaria con el título de ¨Merlot¨ sin marca.

Eso si el vino más barato que compré en mi vida de inmigrante: 1 dólar.

He aquí que a la madrugada del sábado me agarró con un vino lija, buscando mi álbum de fotos viejas recordando aquellos vinos sueltos que compartíamos con los amigos. Cuando las estrellas nos guiñaban los ojos mientras dormíamos borrachos no solo por el vino sino por la libertad que nos acobijaba.

6 comentarios:

Leo dijo...

yo siempre digo que el mejor vino es el que te enamora y te da libertad, lejos esta eso de los precios.

fabi dijo...

que no se diga... en mis recuerdos eran ricos jajajaa el tiempo distorsiona mi recuerdo, el dolor de cabeza del dia despues no aparecee jee

Zobeid@ dijo...

vida de interior, ni que lo digas la tengo en la sangre.

cariños vic

vico dijo...

Leo, pues que acertado tu dicho :)

Fabi, aquellos vinos tenían otro sabor creo que ahora no los soportaría mi castigado hígado

Zobeida, gracias Zobeida! un gustazo tenerte por aquí...

Anónimo dijo...

me encanto el encuentro con la botella de merlot, en un rincon, casi romantico...
saludos

vico dijo...

lala... fue especial esa botella de merlot...unica. Gracias por leerme Lala! un abrazo